La Memoria
de Antonio Simavorian
Cada vez que me trepo a la memoria
siento una especie de corriente, una descarga movilizadora, cargada de
sensaciones épicas.
Recordar, para los individuos de la
urbanidad, los de la selva de cemento, los de las ciudades como Buenos Aires,
suele parecerse a una batalla.
Todo, entre el fárrago de autos y
desigualdades cotidianas, resulta tan tormentoso, como esos encuentros del pasado
guerrero, donde se dejaba la vida por una causa y muchas veces, por una excusa.
Nada es tan importante que otrora podía
llamarse lealtad, coraje, entrega… ha sido tan bastardeado en estos años de
microchips y licuadoras, que da pena considerar la remota posibilidad de ser un
héroe, de quedar en la historia como una carne de cañón ilustre.
Nuestra valentía debería sintetizarse
en la capacidad de recordar. De atrevernos a vencer las vicisitudes del
entendimiento de una manera valiente y unívoca. Tomar la lanza de la memoria y
arremeter furiosamente contra el olvido pernicioso.
Para ello, deberíamos asumir actitudes
gregarias, deberíamos deleitarnos con el agrupamiento hasta el punto de
aparearnos, de amarnos.
No aceptar con resignación el supuesto
esbozado en un tango, el verdadero amor se ahogó en la sopa… Las lecciones
pretenden aprendizajes. No necesariamente nos debe atropellar un auto para
entender la filosofía de los semáforos. Ser humanos, en poco tiempo más, será
un acto revolucionario. Aun siento la emoción de los estandartes y los sueños.
Aún, es decir, todavía, la memoria me incita a la batalla. El valiente recuerdo
de un poema hecho canción me sigue estremeciendo. Y, sin temor al plagio, grito
alborozado…
Dejadme la esperanza…!
Dejadme la esperanza….!
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