8 AÑOS EN LAS CALLES
La memoria
de Antonio Simavorián
Foto- Yamila WilliamsCada vez
que me trepo a la memoria siento una especie de corriente, una descarga
movilizadora, cargada de sensaciones épicas.
Recordar,
para los individuos de la urbanidad, los de la selva de cemento, los de las
ciudades como Buenos Aires, suele parecerse a una batalla.
Todo, entre
el fárrago de autos y desigualdades cotidianas, resulta tan tormentoso, como
esos encuentros del pasado guerrero, donde se dejaba la vida por una causa y
muchas veces, por una excusa.
Nada es tan
importante que otrora podía llamarse lealtad, coraje, entrega… ha sido tan
bastardeado en estos años de microchips y licuadoras, que da pena considerar la
remota posibilidad de ser un héroe, de quedar en la historia como una carne de
cañón ilustre.
Nuestra
valentía debería sintetizarse en la capacidad de recordar. De atrevernos a
vencer las vicisitudes del entendimiento de una manera valiente y unívoca.
Tomar la lanza de la memoria y arremeter furiosamente contra el olvido pernicioso.
Para ello,
deberíamos asumir actitudes gregarias, deberíamos deleitarnos con el
agrupamiento hasta el punto de aparearnos, de amarnos.
No aceptar
con resignación el supuesto esbozado en un tango, el verdadero amor se ahogó en
la sopa… Las lecciones pretenden aprendizajes. No necesariamente nos debe
atropellar un auto para entender la filosofía de los semáforos. Ser humanos, en
poco tiempo más, será un acto revolucionario. Aun siento la emoción de los
estandartes y los sueños. Aún, es decir, todavía, la memoria me incita a la
batalla. El valiente recuerdo de un poema hecho canción me sigue estremeciendo.
Y, sin temor al plagio, grito alborozado…
Dejadme la
esperanza…!
Dejadme la esperanza….!
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