No me vengas a hablar de
política.
Por Andrés Respeño
Desde el primer clan cavernario hasta nuestros tiempos, el tomar
decisiones, repartir tareas, elegir, adorar a una o varias deidades, respetar
costumbres, trabajar la tierra, cazar,
honrar a los mayores, cuidar a los niños, ir a la guerra, o fumar la
pipa de la paz fueron tareas de la práctica política. No sabemos si en aquellos
primeros y drásticos tiempos, el disenso alcanzó lugares preponderantes, pero
sí que, a medida que las sociedades fueron creciendo, el acompañamiento de la
práctica política se fue alejando del lugar de la toma de decisiones. Es
probable que por esta razón, la política sea despreciada por muchos. Aunque
también podríamos pensar que las voces que más se escucharon a lo largo de la
vida política del mundo, hayan sido y sean la de los disconformes con las
políticas implementadas, ya que los conformes poco tienen para decir, y por
tanto vivamos en una especie de inercia crítica hacia la política. No por esto
debemos olvidar a los que no tuvieron siquiera voz para poder ejercer el reclamo.
Una cosa es cierta, tanto unos como otros son prueba irrefutable de que
la política nos afecta, mucho más de lo que a veces percibimos. Por supuesto
que afecta, sobre todo, a los más vulnerables. Y aunque parezca mentira, a
nosotros también, por poner un ejemplo: los vecinos de Montserrat.
Pero sucede algo comprensible y paradojal a la vez. Desde esa
vulnerabilidad, forzados a no tener cómo luchar contra lo que se impone, contra
las políticas establecidas, se desprecia o se quiere matar con una aparente
indiferencia a la política. Todavía escuchamos voces como: “Yo soy apolítico”.
“Que me importan las elecciones si yo al otro día voy a tener que ir a trabajar
igual”. “No me meto en política”.
Por un lado es entendible. Vienen a nuestra cabeza imágenes de
personajes no deseados y de situaciones vividas bastante desagradables. Nos
refugiamos, entonces, en ese yo, que excluye al entorno, justo el campo de lo
político. Podemos quedarnos con eso y entonces pensar que sin política y
políticos estaríamos mejor. Pero,
imaginemos por un momento un mundo sin políticos, ni política. Alguien en algún
momento deberá tomar una decisión. ¿Quién será? ¿Un niño o un poderoso? ¿Una
joven y bella mujer o una empresa multinacional? ¿Un anciano sabio o un banco?
Todos tenemos una idea de mundo, de sociedad, de vida, que no es la que
la realidad nos devuelve.
¿A qué se debe? ¿Podemos seguir alejados, esgrimiendo un vanidoso
desinterés, matando con la indiferencia a la práctica política?
No.
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