Una editorial
optimista, no es esta
Por Javier García
Crocco.
Nuestra manera de
manejarnos en un mundo complejo fue poco a poco convirtiéndose en una
reducción. Una manera se asir las cosas y transformarlas para nuestro provecho.
Un mapa a escala de todo lo que nos rodea, no solo geográficamente, sino,
sentimentalmente, espiritualmente, culturalmente Hay que admitirlo, no hubiera
podido ser de otra manera. Ya que si así fuera, la sola contemplación de la
primera noche todavía nos requeriría descubrir unas últimas cincuenta y dos estrellas,
un nuevo tono de negro o de azul, tres o cuatro sutiles manchas en la luna.
La palabra, gran
invento, fue casi la principal herramienta para poder discernir, ubicar,
clasificar, darle sentido y simplificar todo lo que nos rodea. Una enseñanza antigua
habla de un niño que observaba a los pajaritos que se posaban en su ventana.
Los veía con plumas de diversas tonalidades, con dos patitas de muy finas, unas
más, otras menos, de determinados tamaños, con pico, ojos singulares, que
piaban antes de dar saltitos o que lo hacían al salir volando. Un día, un
hombre le dijo: gorriones. Y el niño dejó de verlos, cada vez que se refirió a
ellos dijo gorriones y dejó de lado todas sus singularidades. La palabra tomó
el lugar de todo lo que cada uno de esos gorriones tenía para ofrecer a los
ojos del niño. La palabra ocupó el lugar de lo sensible.
Con los números ocurre
algo peor. Los números tienen un poder de abstracción tal que ni siquiera son imaginables.
Nadie puede pensar lo cinco o lo veinte aislado, en el vacío. Necesitamos que
el número se refiera a algo. Entonces podemos pensar tres vasos, seis sillas,
una mesa. Pero ¿seiscientos cincuenta y cuatro fósforos? Podríamos hacer el esfuerzo de imaginarnos un
montón de fósforos, pero nuestra precisión abandonaría el cálculo por pereza y
por incapacidad.
Por eso nos limitamos,
unos más, otros menos, a tener un mundo, valga la redundancia limitado y
redundante, en el cual uno es uno, con dos o tres hijos, una esposa, cuatro o seis
buenos vecinos, y luego lo impensable.
Pero resulta, sucede que
hay despidos. En Telam, 357, en la Fundación Favaloro, 25, en otro lado 30, en
la tele dicen que 60. Esos despidos afectan a personas que hasta ese momento
tenían una tarea, una familia, amigos, cada unos con sus problemas, con sus
anhelos. Pero un día, un hombre, como el que dijo: gorriones, los bautizó:
despedidos. Y a partir de ahí, nos cuesta mucho poder ver todo lo que hay
detrás de la palabra. Nos cuesta ver que el despedido sufre porque se siente
echado, expulsado, no querido, avergonzado por haber hecho o por no haber
hecho, con miedo a causar dolor a los demás, a darse cuenta día a día que ya no
posee una cosa u otra, que ya no puede mirar televisión, que no puede comer como
lo hacía antes, que no puede darle de comer a sus hijos, y que la vida, en
breve, se le ha vuelto una carga insoportable de llevar.
Es probable que esta
barrera con el mundo sensible se deba a nuestras rudimentarias herramientas:
las palabras, los números. Pero por fuera de ellas, como dijimos, está la noche
inmensa, los gorriones libres. Que las palabras, los números, no sean la excusa
para no verlos.
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