martes, 24 de julio de 2018

Una editorial optimista, no es esta


Una editorial optimista, no es esta
Por Javier García Crocco.



Nuestra manera de manejarnos en un mundo complejo fue poco a poco convirtiéndose en una reducción. Una manera se asir las cosas y transformarlas para nuestro provecho. Un mapa a escala de todo lo que nos rodea, no solo geográficamente, sino, sentimentalmente, espiritualmente, culturalmente Hay que admitirlo, no hubiera podido ser de otra manera. Ya que si así fuera, la sola contemplación de la primera noche todavía nos requeriría descubrir unas últimas cincuenta y dos estrellas, un nuevo tono de negro o de azul, tres o cuatro sutiles manchas en la luna.
La palabra, gran invento, fue casi la principal herramienta para poder discernir, ubicar, clasificar, darle sentido y simplificar todo lo que nos rodea. Una enseñanza antigua habla de un niño que observaba a los pajaritos que se posaban en su ventana. Los veía con plumas de diversas tonalidades, con dos patitas de muy finas, unas más, otras menos, de determinados tamaños, con pico, ojos singulares, que piaban antes de dar saltitos o que lo hacían al salir volando. Un día, un hombre le dijo: gorriones. Y el niño dejó de verlos, cada vez que se refirió a ellos dijo gorriones y dejó de lado todas sus singularidades. La palabra tomó el lugar de todo lo que cada uno de esos gorriones tenía para ofrecer a los ojos del niño. La palabra ocupó el lugar de lo sensible.
Con los números ocurre algo peor. Los números tienen un poder de abstracción tal que ni siquiera son imaginables. Nadie puede pensar lo cinco o lo veinte aislado, en el vacío. Necesitamos que el número se refiera a algo. Entonces podemos pensar tres vasos, seis sillas, una mesa. Pero ¿seiscientos cincuenta y cuatro fósforos?  Podríamos hacer el esfuerzo de imaginarnos un montón de fósforos, pero nuestra precisión abandonaría el cálculo por pereza y por incapacidad.
Por eso nos limitamos, unos más, otros menos, a tener un mundo, valga la redundancia limitado y redundante, en el cual uno es uno, con dos o tres hijos, una esposa, cuatro o seis buenos vecinos, y luego lo impensable.  
Pero resulta, sucede que hay despidos. En Telam, 357, en la Fundación Favaloro, 25, en otro lado 30, en la tele dicen que 60. Esos despidos afectan a personas que hasta ese momento tenían una tarea, una familia, amigos, cada unos con sus problemas, con sus anhelos. Pero un día, un hombre, como el que dijo: gorriones, los bautizó: despedidos. Y a partir de ahí, nos cuesta mucho poder ver todo lo que hay detrás de la palabra. Nos cuesta ver que el despedido sufre porque se siente echado, expulsado, no querido, avergonzado por haber hecho o por no haber hecho, con miedo a causar dolor a los demás, a darse cuenta día a día que ya no posee una cosa u otra, que ya no puede mirar televisión, que no puede comer como lo hacía antes, que no puede darle de comer a sus hijos, y que la vida, en breve, se le ha vuelto una carga insoportable de llevar.  
Es probable que esta barrera con el mundo sensible se deba a nuestras rudimentarias herramientas: las palabras, los números. Pero por fuera de ellas, como dijimos, está la noche inmensa, los gorriones libres. Que las palabras, los números, no sean la excusa para no verlos.





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